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Por: Redacción La Industria

ACTUALIDAD

Publicada el 04/07/2020 - 06:23 PM

[Opinión] La sartén sin mango, por Cecilia de Orbegoso


No es de extrañar, y ha sido ya muchas veces demostrado, que el tiempo sea el único colega con el que a la venganza le guste trabajar.

Después de haberme pasado meses sin mayor interacción que con el espejo, tuve mi primer contacto humano del trimestre: Isabel y yo decidimos ir nuevamente a la oficina. A pesar de escuchar constantemente las bondades del home office, la primera mañana juntas nuevamente nos sorprendió por el inagotable flujo de ideas que generó. Entrada ya la tarde, después de contestar mails, hacer un poco de research y ver los trending topics en distintos sectores (como los escándalos de corrupción relacionados al COVID-19), pasamos a un catch up más informal que empezó en posts de Instagram con motivo del Pride Day y Black Lives Matter y terminó en una mezcla entre la boda de Kenji y los plumones de Telmo.

Tocando el tema del racismo y en muchos casos la agresividad del cuerpo policial en algunos países, Isabel me contó cómo años atrás, en su época universitaria en San Francisco, había tenido una experiencia que le dejó los nervios de punta con la policía de tránsito mientras manejaba hacia su universidad, ya que para su mala suerte una polilla se le metió al ojo en el momento más inoportuno. Sin embargo, mientras su relato continuaba e íbamos migrando de historias de abusos policiales a cuentos cada vez más desafortunados, terminó contándome una historia que me dejó perpleja y que incluso ahora no he terminado de procesar. Vikram, proveniente de Singapur, era un muchacho muy querido por no solo por sus compañeros de clase sino también por un número nada despreciable de muchachas. Sin embargo y a pesar de las apariencias, lo que Vikram tenía de Porfirio Rubirosa también lo tenía de John Nash, ya que había logrado obtener una beca completa en la crème de la crème del mundo académico internacional. 

Para poder lograr algunos ingresos extra trabajaba un par de horas a la semana en la cafetería de la universidad. Oficialmente, por temas de visa, ese trabajo estaba prohibido tanto para él como para el 70% de los estudiantes extranjeros que también se encontraban en su condición. Sin embargo, y dado que se trataba de una labor bastante casual dentro de su misma alma mater, las probabilidades de ser ampayado eran prácticamente inexistentes. Sin embargo, por ahí dice un dicho que “la diferencia entre una mujer enojada y un terrorista es que con este último se puede negociar” parecía ser que lo que lo único que Vikram no había llegado a presupuestar era la remota posibilidad de ser delatado. 

Un lío de faldas fue todo lo que hizo falta para cambiar su vida, ya que la novia, despechada y con ganas de darle una lección a su ex amado, no tuvo mejor idea que llamar a la policía para reportar el oficio escondido de su ex galán. No pasaron ni 24 horas para que Vikram pasara de alumno modelo a reo condenado.  En una cárcel, a cinco horas de San Francisco, lo vistieron de naranja y le pusieron un grillete en el tobillo. Los compañeros de clase, consternados, no podían creer lo que había pasado, pero decidieron hacer una colecta entre todos no solo para llegar al monto de la fianza que había que pagar para conseguir su libertad, sino también la tarifa del pasaje ya que la estadía de Vikram en ese país, había llegado a su fin.

Tras tres meses de colecta entre familiares y amigos, Vikram fue llevado una mañana directamente desde su celda en la penitenciaria al aeropuerto desde el que tomaría el vuelo de regreso a casa. Fue recién al llegar a la puerta del gate que le dejaron quitarse el mameluco naranja y el grillete del tobillo, como si de un delincuente de alta seguridad se tratara. La exnovia, quien, a estas alturas era la mujer más odiada del campus, insistía en que nunca fue su intención que su soplo llegase tan lejos, solo quería darle una lección al pobre de Vikram, quien, por tratar de hacer unos dólares más, nunca pudo terminar su carrera en esa prestigiosa universidad.

Mientras yo escuchaba la historia sin salir de mi estado de shock sentí un déjà vu, ya que hace poco había escuchado una historia parecida, también relacionada a un tema de visas, pero en este caso protagonizada por dos chicas: Flavia y Camila, quienes además de haber sido colegas también habían ostentado alguna vez del título de amigas. El escenario era otro: Edimburgo, y a pesar de había una universidad de por medio, ya que Camila también se encontraba estudiando un postgrado, el pleito fue motivado no por roces, más sí por fuertes choques en el ambiente laboral.

Camila, agotada por los inacabables conflictos, tomó la decisión de dejar la oficina. Y no hizo falta más para que Flavia, al enterarse de las intenciones de su ex amiga, y con algún retorcido sentido de justificación entre manos, aprovechase que su colega se encontraba fuera de la ciudad para informar de la situación a los directores de la firma, con la intención de que estos la despidan rápidamente y que de paso le cancelen la visa de trabajo inmediatamente. Lo que esta no sabía era que a Camila ya había recibido una excelente oferta en otro lugar y que la empresa que la iba a contratar se ya había encargado de tener todo su file migratorio en regla. Grande fue la pena de Camila, ya que a pesar de que los intentos de Flavia no llegaron a mayores, le costaba procesar el hecho de que una persona a la que alguna vez consideró una amiga cercana pudiera llegar a tomar acciones con intención de perjudicarla tanto.

Pensando en ambos cuentos, no pude evitar pensar ¿por qué esa necesidad de hacer nuestra propia justicia donde creemos que no la hay? En este caso, la ex de Vikram, mientras viva cargará con el peso de haber truncado una carrera, mientras que Flavia, bastante más ineficiente, cargará con el peso de haberlo intentado. Dicen los expertos que la tortilla se va cocinando mientras la sartén se va calentando: a los pocos meses, por una amiga en común, Camila se enteró que Flavia no solo se había visto obligada a cancelar su matrimonio; sino que, por si fuera poco, en un recorte de gastos había sido sacada del mismo trabajo del que alguna vez había intentado hacer que echen a Camila. Un medidor de temperatura es indispensable en una buena cocina, ya que no hay nada más desabrido que comer un plato mal calentado. Sin embargo ¿hasta qué punto algunos son capaces de llegar con tal de hacer a los otros pagar? ¿Dónde está ese termómetro llamado moral? No vaya a ser que el fuego de la hornilla se nos escape de las manos y por actuar con la cabeza caliente seamos nosotros mismos lo que nos terminemos quemando.Es más que conocido que la venganza es un plato que se sirve frío, ya que es éste el que con más frecuencia tiende a quemar la lengua del catador apresurado. No es de extrañar, y ha sido ya muchas veces demostrado, que el tiempo sea el único colega con el que a la venganza le guste trabajar.


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