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Por: Redacción La Industria

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Publicada el 05/09/2020 - 01:48 PM

[Opinión] No es tan fiero el león como lo pintan, por Cecilia de Orbegoso


Una vez encaminados los valientes soldados hacia la lucha interna contra todos nuestros tabúes, surge en el más intrépido de ellos la pregunta: ¿Me atreveré a hacer lo que me he propuesto? ¿Será que mi meta es muy difícil de alcanzar? ¿Valdrá la pena intentar?

Hace poco mi buen amigo Eduardo, a quien yo muchas veces he usado de barómetro para entender el raciocinio básico del sexo opuesto, me pidió recomendaciones para prepararse para entrevistas de trabajo. Él había decidido que era momento no solo de cambiar de trabajo, sino también de ciudad, país, continente y entorno social. Después de haber intercambiado cuanta idea se nos ocurriera, me contó que yo no había sido la única a la que le había tocado la puerta, pero sí era quien había estado más abierta a dar respuestas.  

 A media conversación me confesó que, al pedir consejo a sus amigos más cercanos y escuchar sus opiniones, se dio cuenta de cómo estos se aterraban con el simple hecho de salir de su zona de confort.  La respuesta que recibía usualmente era un largo silencio seguido de una sobre pensada reflexión “yo no me mandaría sin nada seguro” “¿Qué pasa si no consigues nada?” No obstante, un día recibió, dentro del marco de ese pesimismo, un comentario algo más alentador: “no tengo las agallas para hacer esa movida, pero si no tienes miedo, mándate”. 

Eduardo había decidido que sí o sí se iba a mudar, con trabajo o sin trabajo, ya que al no tener mayor responsabilidad de por medio, había llegado a la conclusión de que este era el momento propicio para migrar. “Total”, me decía “¿qué es lo peor que va a pasar?” 

Al escucharlo, no pude evitar pensar en la cantidad de veces que no hacemos lo que queremos por miedo a lo que pueda pasar. Ya que, una vez encaminados los valientes soldados hacia la lucha interna contra todos nuestros tabúes, surge en el más intrépido de ellos la pregunta: ¿Me atreveré a hacer lo que me he propuesto? ¿Será que mi meta es muy difícil de alcanzar? ¿Valdrá la pena intentar? 

Me acordé de comentaros similares que yo recibí cuando también fue mi momento de partir, sin embargo, me vino a la mente el recuerdo de un miedo,  que a pesar de haber sido diferente o sonar banal, para mí no dejó de ser muy significativo.  Crecí teniéndole pavor tanto a la oscuridad como a la soledad, ya que ambas juntas daban pie a la posible presencia de cualquier ser del más allá, y era bien sabido en mi casa que yo no podía dormir con la luz apagada y sin la televisión prendida. Se había hecho una costumbre, y era impensable para mi pararme al baño a media noche, mucho menos darme cara a cara con la oscura jungla del jardín que había que enfrentar antes de llegar a la cocina.

Pasaban los años, yo fui creciendo, pero ese miedo por ningún motivo fue desapareciendo. Como dice el dicho: hazte fama y tírate a la cama. Era muy sabido en mi entorno por cuál lado yo flaqueaba. Efectivamente, miedosa era uno de los adjetivos con los que me describían los miembros de mi casa.

Tenía la tradición de visitar con mi madre todos los años, religiosamente, la feria de decoración CasaCor. Coincidentemente fue durante mi última visita que me quedé completamente enamorada de un espacio que, con tal solo 80 metros cuadrados, era mi esencia hecha casa. Una combinación ideal de techos altos, colores dorados, espacios abiertos, lleno de plantas, muchísima luz y, sobre todo, un piano de cola en medio.  

Una vez salidas de la exhibición, mi mamá (una mujer que para mí es tanta gasolina que en lugar de sinapsis ella hace combustión) y yo nos sentamos en un café y empezamos a maquinar los pasos que tendría que seguir para poder tener un espacio así que pueda moldear a mi imagen y semejanza. Al día siguiente volaba por una semana a Londres y, dado que yo ya hacía mío ese espacio que aún no había conocido, no hubo día en el que no visitara el área de decoración de Harrods, ya que a pesar de no tener bolsillo de payaso, por lo menos tengo ojo de gacela. 

Por primera vez, regresaba a Lima emocionada: tenía en la mira un plan y la rotunda determinación de hacerlo realidad. Fue así como un primer martes del mes de noviembre, recién aterrizada, sentada en mi oficina, con el café aún por enfriar y con mis anécdotas de viaje aun a medio contar, apareció en mi pantalla un anuncio publicitario de una inmobiliaria. Después de un click y una llamada, me encontraba yo frente a lo que iba a ser para mí una gran hazaña: Fue amor a mi primera vista, y pasando por varios trámites y firmas, un mes después tuve conmigo las llaves de mi primera casa.  

Faltando pocos días para mi mudanza, una tía me preguntó “pero si tú eres tan miedosa, ¿cómo es eso de que te mudas sola?” y en ese momento me di cuenta de que era una variable que ni siquiera había considerado.  Así fue que, gracias a esa determinación, recién a mis veintiséis años, mis dos grandes miedos al fin desaparecieron.  

Cuando comencé a escribir, una amiga muy querida me dijo “¡qué valiente! A mí me daría mucho miedo exponer así mis sentimientos” y no pude evitar pensar en lo determinante que llega a ser ese espeluznante “qué dirán”, y en la cantidad de veces en la que ponemos un freno a nuestros anhelos por el simple hecho de tener miedo. ¿Acaso por el miedo a la oscuridad yo nunca me hubiera podido mudar? ¿Que hubiera pasado con mi amigo Eduardo, si en lugar de seguir su corazonada hubiese hecho caso a tanta opinión acobardada? Finalmente, si me hubiera dado miedo a escribir lo que siento no hubiera podido desarrollar este espacio al que tanto cariño le tengo.

Al fin de cuentas estoy, más que molesta, decepcionada con el miedo. Tantos años juntos, tantos llantos, tantas historias, para que este conmigo haya sido tan mal amigo. No solo egoísta, sino también cobarde, ya que, temeroso de que yo lo vaya a abandonar, me ha dado los peores consejos para que yo no me pueda liberar. 




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